sábado, 13 de octubre de 2012

El tragaluz

Le gustaba el salón, con una vieja tele sobre uno de aquellos muebles de chapa y acero inoxidable, mitad mesilla para la tele, mitad revistero. Recuerda jugar en el suelo frente a aquella tele, junto a un viejo mueble de pared y la mesa del salón, que podía abrirse para hacer sitio a dos personas más. Durante el día las tres hojas de la ventana del salón estaban abiertas y podía verse el patio, de paredes blancas, sobre las que de vez en cuando corría frenética alguna lagartija.

Papá tenía su mecedora, que los niños tenían que dejar libre si él quería sentarse. A papá le gustaba sentarse allí, bajo un pequeño tragaluz, junto a la puerta que daba al porche trasero. Decía que fuera hacía siempre demasiado aire para poder leer tranquilo, así que se sentaba dentro a leer. Aquel tragaluz no cerraba bien, se había roto varias veces, y cada vez que se rompía, papá lo arreglaba, parcheándolo y convirtiéndolo con los años en una vidriera en miniatura, con cristales de distintos tipos y colores. A mediodía dejaba pasar una columna de luz que caía sobre la mecedora de papá.

Cada noche después de cenar, papá y abuelo charlaban en el salón, mientras mamá y abuela recogían la mesa y limpiaban los cacharros y los niños jugaban, con la charla de los adultos de fondo. Cuando mamá y abuela terminaban, se reunían todos y los mayores jugaban algunas partidas de cartas, antes de enviar a los niños a dormir. Apuntaban los tantos con garbanzos. Con los años se le empezó a permitir unirse a las partidas, si al día siguiente no tenía clase. Eso le gustaba, le hacía sentirse mayor, ya no era un niño.

Cuando los niños dejaron de serlo empezaron a querer pasar esas veladas de otra forma, en otros sitios, con otras personas, y ya no les gustaba jugar esas partidas, que ahora eran un rollo. Si papá quería sentarse en su mecedora y estaba ocupada, simplemente buscaba otro sitio donde leer, se sentaba en el sofá, o en el salón, o apartaba el libro y lo dejaba para otro momento.

Un día atravesaron el patio y entraron en casa. Sus hermanas y mamá pasaron primero, en silencio. Él entró, dejó las llaves de papá sobre la vieja mesa del salón y se quedó allí de pie callado, pensando. Oyó un golpe: el tragaluz había elegido aquel momento para soltarse. Caminó por el pasillo y, frente a la mecedora de papá, elevó la mirada al tragaluz abierto. La columna de luz que entraba era de un solo color, blanca. Volvió a mirar al salón, las llaves de papá sobre la mesa, y se dio cuenta de que ahora le tocaba a él arreglar el tragaluz. Se le encogió el pecho, lloró por sí mismo, por los momentos que no podría volver a vivir, por su padre dejando su libro para otro momento.

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