sábado, 13 de octubre de 2012

Tiempos de apretarse el cinturón

-… sí, sí, no te preocupes, que yo, en cuando te lo tenga arreglado, te pongo un correo. ¡No, no! Vale,... sí, estate tranquila, de acuerdo, te llamo si surge algo ¿vale? Venga, igualmente. De nada, ¡hasta luego!

Después de colgar el teléfono se volvió hacia la pantalla y comprobó los números. Verificó cuáles eran los correctos, hizo los cambios y se giró, para responder de nuevo al teléfono. La pantalla chivaba quién era: llamada interna, su superior.

- ¡Joder! –descolgó- Sí, dime.
- Oye, cuando puedas, pásate por la sala de reuniones, que tengo que hablar con vosotros.
- ¿Quiénes "nosotros"? -dio un tiento al café de la mañana. Caliente y amargo. Hizo una mueca -¡joder! Nada, que me he quemado con el café.
- El departamento, vamos a hablar de números.
- ¿Te llevo algo? ¿Lo tienes todo? ¿O…?
- Sí, tráete los reports de la semana 44, quiero saber las previsiones de Ventas.
- Vale, los saco y voy.

Colgó el teléfono, lo desvió para que no le entraran llamadas y se puso a preparar el report dichoso. Lo limpió de columnas con datos basura y, libre ya de estática, lo mandó a la impresora. El café ahora estaba frío y seguía amargo. A la maceta con él. Total, es de plástico, a la planta le va a dar igual.

Mientras recorría los pasillos, con los papeles del report bajo el brazo, saludaba a algún que otro compañero. Algo pasaba, porque había corrillos, y alguna compañera tenía la cara enrojecida por el llanto. Vio que algunos de sus conocidos, del mismo equipo o departamento iban a la misma sala que él. Redujo el paso. Empezó a entender. Se dio la vuelta, se detuvo.

El grupo lo comprendían seis o siete compañeros. Sabía que alguna vez habían compartido departamento o equipo, pero ahora, con el paso del tiempo, pertenecían a distintas secciones. Joder, ¿esos dos no son de la oficina de…? ¿Y están aquí? El corrillo rodeaba a tres compañeros que recibían abrazos y palmaditas en la espalda. Ojos irritados.

Miró la puerta de la sala de reuniones. Se adivinaban varias personas en ella.

Entendió. Dirigió la mirada al report. Números. Previsiones. Columnas. ¿Motivos? ¿Criterio? Tomó aire y siguió avanzando.

- Cierra la puerta, por favor. ¿Traes el report de previsiones?

La cerró y contempló la sala. ¿Qué pasaría? Allí estaba su supervisor, en pie. El resto de los compañeros estaba en pie, alrededor de la mesa. No había sillas.

- Sí, toma -avanzó y le alargó el montón de papeles- bueno ¿qué?

Le ignoró, prestando toda su atención a los papeles. Entonces se abrió la puerta y el chico para todo de Administración empezó a entrar sillas plegables.

- Bueno, vale, está todo bien. -empezó a abrir las sillas y a disponerlas alrededor de la mesa- A ver, quita, a un lado,… gracias, por favor…

Cuando puso la última silla se apoyó en la pared y enchufó una minicadena, mientras seguía:

- Lo que quería deciros… como sabéis, estamos en época de crisis, y también sabéis todos que la empresa ha empezado hace tiempo un proceso para salvar esta racha de vacas flacas, reduciendo gastos superfluos, como los seguros médicos, los abonos de transportes, cheques de comida… os hacéis cargo ¿no? Son tiempos para apretarse el cinturón.

Todos asintieron, asustados. Era como el paredón. Alguno tragó saliva, otro intentó una broma en voz baja, uno de los compañeros empezó a frotarse los ojos, reprimiendo las lágrimas. Su mujer estaba embarazada.

- Bueno, en fin… no es una decisión fácil de tomar. La cosa es que, como habréis visto, sois catorce. ¿Verdad? Y aquí hay ocho sillas. -pulsó el play en la minicadena- Vale, pues sentaos cuando pare la música.

El tragaluz

Le gustaba el salón, con una vieja tele sobre uno de aquellos muebles de chapa y acero inoxidable, mitad mesilla para la tele, mitad revistero. Recuerda jugar en el suelo frente a aquella tele, junto a un viejo mueble de pared y la mesa del salón, que podía abrirse para hacer sitio a dos personas más. Durante el día las tres hojas de la ventana del salón estaban abiertas y podía verse el patio, de paredes blancas, sobre las que de vez en cuando corría frenética alguna lagartija.

Papá tenía su mecedora, que los niños tenían que dejar libre si él quería sentarse. A papá le gustaba sentarse allí, bajo un pequeño tragaluz, junto a la puerta que daba al porche trasero. Decía que fuera hacía siempre demasiado aire para poder leer tranquilo, así que se sentaba dentro a leer. Aquel tragaluz no cerraba bien, se había roto varias veces, y cada vez que se rompía, papá lo arreglaba, parcheándolo y convirtiéndolo con los años en una vidriera en miniatura, con cristales de distintos tipos y colores. A mediodía dejaba pasar una columna de luz que caía sobre la mecedora de papá.

Cada noche después de cenar, papá y abuelo charlaban en el salón, mientras mamá y abuela recogían la mesa y limpiaban los cacharros y los niños jugaban, con la charla de los adultos de fondo. Cuando mamá y abuela terminaban, se reunían todos y los mayores jugaban algunas partidas de cartas, antes de enviar a los niños a dormir. Apuntaban los tantos con garbanzos. Con los años se le empezó a permitir unirse a las partidas, si al día siguiente no tenía clase. Eso le gustaba, le hacía sentirse mayor, ya no era un niño.

Cuando los niños dejaron de serlo empezaron a querer pasar esas veladas de otra forma, en otros sitios, con otras personas, y ya no les gustaba jugar esas partidas, que ahora eran un rollo. Si papá quería sentarse en su mecedora y estaba ocupada, simplemente buscaba otro sitio donde leer, se sentaba en el sofá, o en el salón, o apartaba el libro y lo dejaba para otro momento.

Un día atravesaron el patio y entraron en casa. Sus hermanas y mamá pasaron primero, en silencio. Él entró, dejó las llaves de papá sobre la vieja mesa del salón y se quedó allí de pie callado, pensando. Oyó un golpe: el tragaluz había elegido aquel momento para soltarse. Caminó por el pasillo y, frente a la mecedora de papá, elevó la mirada al tragaluz abierto. La columna de luz que entraba era de un solo color, blanca. Volvió a mirar al salón, las llaves de papá sobre la mesa, y se dio cuenta de que ahora le tocaba a él arreglar el tragaluz. Se le encogió el pecho, lloró por sí mismo, por los momentos que no podría volver a vivir, por su padre dejando su libro para otro momento.